Tengo la contradictoria sensación
de que todo lo nuevo anda roto
o a punto.
Como sí las grietas
se apoderaran sigilosas de
espejos nuevos,
miradas nuevas,
la nueva agenda 2010 vacía,
y todo el art nouveau del mundo.
La soledad nueva,
segundo a segundo nueva,
habla en otro idioma
y está perdida por las calles
de una gélida ciudad a altas horas,
desde siempre.
Fuerza, esa soledad,
un llanto nuevo que viene de un beso french
y un violento abrazo de entrañas.
Y el miedo
que junto a la muerte es lo único antiguo,
perdura y
cubre las espaldas
o las descubre
con la naturalidad de nubes y kilómetros
que separan a una ciudad de otra.
Se me ocurre que esta soledad,
tan sola,
solamente
es un best seller.
Quizá tú estas leyendo la página 82
y yo me quedo en la impar porque tiene más vocales.
Así todos andamos en páginas alternas.
Yo abro el libro al azar por si te encuentro
o me derrumbo.
No hay mucha diferencia.
Las vocales abiertas, siempre,
me hacen llorar.
Y tú.
Te alumbras en consonantes
guturales
para no deshacer el nudo
o el cordón que te une al mundo.
Esa es la distancia que nos separa.
Una lámina de pasta, papel prensado
e impreso.
Y
nosotros
presos
de tantas palabras
bebemos alcohol
a espuertas
porque parece que licúa
esta chaladura de tiempo.
No es cierto que estemos solos.
En la soledad no cabe: nosotros.
Tú estás solo.
En esa certeza
las palabras se cuelan
en los espacios mínimos
del equipaje,
en el deseo de pieles
extrañas
como navajas frías
donde bailas al filo.
Es normal,
la convencionalidad
de estado y de sitio
te obliga.
Yo estoy sola.
No tengo recuerdos nuevos.
Cuando recuerdo, siempre,
hay una niebla sepia
y olor a libro antiguo.
La humedad lo cubre todo
y el musgo esconde el blanco mármol
que parece nuevo.
La memoria no es cobijo
ni lumbre de esta, soledad,
chimenea apagada,
y el hollín,
con el que pintaba bigotes a los troncos muertos,
sólo es mugre y suciedad.
Es verdad que podríamos hacernos
una compañía de prostíbulo
entre otras cosas.
Tú podrías decir: mi boca,
digo, tu boca.
Y buscar el sabor suave de mi cuerpo.
Yo podría dejarme las marcas
como trofeos
y soñar que leemos juntos
con otras caras, otros versos.
Mezclarte con otros en poemas
me consuela, te confunde.
Quiero probar la absenta.
Creo que no va a ser muy distinta
a este burdel
en el que juego a quemar la vida.
Si Lautrec viviera ahora
o yo antes,
(esa que se sube las medias
empapada de sexo)
nos enamoraríamos.
Entonces la vida sería
tan asquerosamente perfecta
que nadie nos recordaría,
pero viviríamos orgullosos
provocando la nausea,
en gente de bien y estudios.
Llevaríamos mal la inocencia,
la fe y las creencias en lo invisible.
Discutiríamos por el lado de la cama,
la desgana y entusiasmo mutuo de vida.
Desgranada y hambrienta
la sangre
se nos mezclaría con el aliento,
la masturbación, el sudor caduco.
Y entonces seguiríamos estando solos,
abrazados.
Buscaríamos mapa a mapa,
entre las sábanas,
la marca o el lugar concreto
donde escondemos los monumentos
que edificamos sin ladrillos,
escuadras, medidas,
hormigón y saliva.
A tientas los torreones,
arbotantes, pilares y cimientos,
como sí alguno de los dos
hubiera tenido
en otra vida
vocación de arquitecto.
Como sí este silencio
que frecuentamos
no fuera un impuesto
que cobra
el gobierno de los ojos ajenos,
sino un páramo elegido por los dedos
para descansar de las democráticas caricias.
Esto que quizá parezca un desvarío
se recita simultáneamente
entre cifras exactas,
pitillo y pitillo
camarero: el menú del día,
la compra, el desamparo,
la vecina de enfrente,
vagón y vagón,
el metro: tengan cuidado
de no introducir su pie,
el bolso, el dinero, las llaves, internet...
y el mundo, nuevo a cada paso
se rompe y dice:
de que todo lo nuevo anda roto
o a punto.
Como sí las grietas
se apoderaran sigilosas de
espejos nuevos,
miradas nuevas,
la nueva agenda 2010 vacía,
y todo el art nouveau del mundo.
La soledad nueva,
segundo a segundo nueva,
habla en otro idioma
y está perdida por las calles
de una gélida ciudad a altas horas,
desde siempre.
Fuerza, esa soledad,
un llanto nuevo que viene de un beso french
y un violento abrazo de entrañas.
Y el miedo
que junto a la muerte es lo único antiguo,
perdura y
cubre las espaldas
o las descubre
con la naturalidad de nubes y kilómetros
que separan a una ciudad de otra.
Se me ocurre que esta soledad,
tan sola,
solamente
es un best seller.
Quizá tú estas leyendo la página 82
y yo me quedo en la impar porque tiene más vocales.
Así todos andamos en páginas alternas.
Yo abro el libro al azar por si te encuentro
o me derrumbo.
No hay mucha diferencia.
Las vocales abiertas, siempre,
me hacen llorar.
Y tú.
Te alumbras en consonantes
guturales
para no deshacer el nudo
o el cordón que te une al mundo.
Esa es la distancia que nos separa.
Una lámina de pasta, papel prensado
e impreso.
Y
nosotros
presos
de tantas palabras
bebemos alcohol
a espuertas
porque parece que licúa
esta chaladura de tiempo.
No es cierto que estemos solos.
En la soledad no cabe: nosotros.
Tú estás solo.
En esa certeza
las palabras se cuelan
en los espacios mínimos
del equipaje,
en el deseo de pieles
extrañas
como navajas frías
donde bailas al filo.
Es normal,
la convencionalidad
de estado y de sitio
te obliga.
Yo estoy sola.
No tengo recuerdos nuevos.
Cuando recuerdo, siempre,
hay una niebla sepia
y olor a libro antiguo.
La humedad lo cubre todo
y el musgo esconde el blanco mármol
que parece nuevo.
La memoria no es cobijo
ni lumbre de esta, soledad,
chimenea apagada,
y el hollín,
con el que pintaba bigotes a los troncos muertos,
sólo es mugre y suciedad.
Es verdad que podríamos hacernos
una compañía de prostíbulo
entre otras cosas.
Tú podrías decir: mi boca,
digo, tu boca.
Y buscar el sabor suave de mi cuerpo.
Yo podría dejarme las marcas
como trofeos
y soñar que leemos juntos
con otras caras, otros versos.
Mezclarte con otros en poemas
me consuela, te confunde.
Quiero probar la absenta.
Creo que no va a ser muy distinta
a este burdel
en el que juego a quemar la vida.
Si Lautrec viviera ahora
o yo antes,
(esa que se sube las medias
empapada de sexo)
nos enamoraríamos.
Entonces la vida sería
tan asquerosamente perfecta
que nadie nos recordaría,
pero viviríamos orgullosos
provocando la nausea,
en gente de bien y estudios.
Llevaríamos mal la inocencia,
la fe y las creencias en lo invisible.
Discutiríamos por el lado de la cama,
la desgana y entusiasmo mutuo de vida.
Desgranada y hambrienta
la sangre
se nos mezclaría con el aliento,
la masturbación, el sudor caduco.
Y entonces seguiríamos estando solos,
abrazados.
Buscaríamos mapa a mapa,
entre las sábanas,
la marca o el lugar concreto
donde escondemos los monumentos
que edificamos sin ladrillos,
escuadras, medidas,
hormigón y saliva.
A tientas los torreones,
arbotantes, pilares y cimientos,
como sí alguno de los dos
hubiera tenido
en otra vida
vocación de arquitecto.
Como sí este silencio
que frecuentamos
no fuera un impuesto
que cobra
el gobierno de los ojos ajenos,
sino un páramo elegido por los dedos
para descansar de las democráticas caricias.
Esto que quizá parezca un desvarío
se recita simultáneamente
entre cifras exactas,
pitillo y pitillo
camarero: el menú del día,
la compra, el desamparo,
la vecina de enfrente,
vagón y vagón,
el metro: tengan cuidado
de no introducir su pie,
el bolso, el dinero, las llaves, internet...
y el mundo, nuevo a cada paso
se rompe y dice:
- No existimos,
porque,
a propósito de todo,
seguimos leyendo
páginas distintas.
En la soledad
nunca cabrá un nosotros,
pero si un para siempre.
Nares Montero
Imagen H.T. Lautrec
3 comentarios:
Así todos andamos en páginas alternas...
Todos. Así. Así. La soledad es fértil, amiga.
Hay que buscar un tipo de soledad que describa a las reuniones de solitarios.
Cuando recuerde (o me invente)la palabra adecuada, te la digo al oído.
A veces la soledad es el medio, no el fin...
Bss, C.
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